PENTECOSTÉS
Un año más llegamos a la culminación del tiempo pascual con la solemnidad de Pentecostés, con la celebración solemne de la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia.
Vemos que nos dice el libro de los Hechos de los apóstoles que: “Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar”, y estaban juntos en oración, con María la Madre de Jesús, nos dice el mismo libro en otro lugar, o sea que, junto con María, estaban unidos en oración en la espera pentecostal del Espíritu y esto nos quiere decir que solo podremos recibir el Espíritu de Dios cuando nos mantengamos unidos, el Espíritu une, el maligno es el que separa. Por eso, los cristianos que hemos recibido el Espíritu de Dios y que queremos vivir en el Espíritu, tenemos que permanecer unidos, unidos en la oración, en la alabanza, en el amor.
Unidos en oración, movidos por el Espíritu, permanecemos unidos en la fe. Nos recuerda Pablo en la segunda lectura que, solo movidos por el Espíritu de Dios, podemos reconocer el Señorío de Jesús, solo en el Espíritu podemos creer que Jesús es el Señor, por tanto, es este Espíritu el que nos conduce a la confesión de fe. Es el Espíritu que distribuye en la Iglesia sus dones y carismas, carismas que dan lugar a distintos grupos, movimientos y corrientes en la Iglesia y todos estos son buenos para la Iglesia porque hacen presente en la Iglesia las diferentes idiosincrasias de los hombres; pero teniendo siempre en cuenta las palabras de Pablo: “hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos”. El Espíritu es el constructor de unidad en la diversidad.
El Espíritu es también el que mueve a la Iglesia, somos enviados, nos recordaba Jesús en el evangelio: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” y para este envío el Señor sopló sobre ellos diciéndoles: “Recibid el Espíritu Santo”, podíamos decir entonces que el Espíritu Santo es “cofundador de la Iglesia” pues el Espíritu es quien “pone en marcha a la Iglesia” la asiste y la renueva a lo largo de la historia hasta la venida del Señor.
Por eso, nosotros, al celebrar un año más, la solemnidad de Pentecostés, el recuerdo de la venida del Espíritu sobre la Iglesia tenemos que abrir nuestros corazones a la acción del Espíritu, para dejar que el Espíritu nos renueve y seamos capaces de descubrir una vez más los carismas que ha depositado en nosotros para ponerlos al servicio de la edificación del Pueblo de Dios, de la Iglesia. Renovados para poder vivir en nuestra vida, como comentábamos el pasado domingo, los prodigios de un nuevo Pentecostés.
Para esto, este Pentecostés es fecha propicia para renovar nuestro bautismo en el Espíritu, renovar, así nuestra vida en el Espíritu y esto lo podemos hacer, tomando como lema las palabras de san Ambrosio de Milán en el siglo IV: “Bebamos con gozo la sobria embriaguez del Espíritu”. La embriaguez producida por la vid que es Cristo, (Yo soy la vid, vosotros los sarmientos). Embriagados de Cristo con sobriedad, o sea, con humildad y sencillez. Pero renovados para ser luz para nuestros hermanos los hombres; como decía san Gregorio Nacianceno: “¿Hasta cuándo vamos a tener la gran antorcha escondida debajo del celemín? Ya va siendo hora de colocar la lámpara (¡El Espíritu Santo!) sobre el candelero para que alumbre a todas las iglesias, a todas las almas, al mundo entero”.
Pues que, renovados en el Espíritu, seamos testigos del Espíritu para que la Iglesia viva un Nuevo Pentecostés.