Este tiempo de Cuaresma que comenzamos es una invitación a la reflexión, a meternos dentro de nosotros mismos, a buscar nuestra propia intimidad que muchas veces perdemos por los ruidos, las prisas, los embotellamientos de esta sociedad en la que vivimos. Entonces, como Jesús en el evangelio, también nosotros buscamos nuestros desiertos donde retirarnos y reencontrarnos a nosotros mismos. Vamos a nuestro desierto a reflexionar, porque el desierto es el lugar del encuentro con uno mismo y el lugar del encuentro con Dios. En el silencio, en la paz podemos escuchar la voz de Dios, podemos vernos con paz a nosotros mismos. Pero el desierto es también el lugar donde se manifiestan nuestras debilidades y, por tanto, es el lugar de influencia del maligno, por eso cuando Jesús es llevado por el Espíritu al desierto “es tentado por el diablo” nos dice el evangelio. Cuando nosotros nos retiramos a nuestros desiertos también corremos el riesgo de experimentar la tentación, pero podemos plantearnos ¿Cuál fue la tentación de Jesús? ¿Cuál es la tentación de la Iglesia? ¿Cuál puede ser ahora nuestra propia tentación? La tentación de Jesús es clara: Abandonar la voluntad del Padre para asumir un mesianismo cómodo y triunfalista, el mesianismo del poder y del populismo. Esa es la gran tentación de Cristo: el intento de que caiga en la milagrería fácil y, así, abandone el proyecto de Dios para alinearse con los proyectos de los poderosos de este mundo.
Esta tentación de Jesús ha sido a lo largo de la historia la gran tentación de la Iglesia: Aliarse con el poder establecido, o sea, alinearse con los poderosos de este mundo abandonando así el proyecto de Jesús, el proyecto del Reino de Dios. Porque es mucho más fácil seguir hoy a tantos falsos profetas que nos presentan proyectos atrayentes con gestos grandilocuentes pero sin ningún tipo de compromiso, es la tentación que podemos experimentar nosotros cuando vamos buscando falsos mesianismos triunfalistas que nos apartan del proyecto de Dios, porque cuando este proyecto enseña su verdadero rostro, este es el de Cristo crucificado que lo vemos en el rostros de tantos y tantos crucificados de nuestro tiempo a los que no podemos ignorar si no queremos caer en la tentación.
Por eso tenemos que ir a nuestros desiertos, a encontrarnos con Dios y con nosotros mismos para ver qué tenemos que cambiar, qué tenemos que corregir en nosotros para no caer en la tentación del triunfalismo fácil y la milagrería barata abandonando así el proyecto del Reino de Dios. No caigamos en la nostalgia de tiempos espectaculares y de grandezas, pero lejos del anuncio del Reino de Dios.