En el credo de nuestra fe confesamos que el Señor fue “crucificado, muerto y sepultado”, es lo que celebrábamos ayer, Viernes Santo, hoy sábado es día de soledad, de reflexión. El Señor está en el sepulcro, es un día sin culto, estamos en oración en espera de la Resurrección.
También confesamos en el credo algo que creo muy propio para este sábado santo: “Descendió a los infiernos” ¿Qué queremos decir con esta afirmación? Pienso que lo más apropiado sería decir “estuvo entre los muertos”. Con esta expresión: “Los infiernos” no queremos expresar aquí la morada del maligno, sino el lugar de los muertos, lo que los griegos llamaban el Hades o los hebreos el Sheol. Jesús muerto en la cruz, estuvo entre los muertos, compartió la suerte de los muertos. La Encarnación del Hijo de Dios adquiere aquí todo su realismo, ese “se vació de sí mismo” que nos dice san Pablo en la carta a los filipenses adquiere aquí todo su realismo. La carne que asume en las entrañas de María es la carne pecadora de Adán (Ojo!!! Con esto no digo que cometiera pecado), es la carne condenada a muerte, la carne para la que se habían cerrado las puertas del paraíso; por eso el Señor comparte la suerte de los muertos. Pero la comparte, no para ser un muerto más entre los muertos, sino para llevar la vida al reino de la muerte. Donde la desobediencia del primer Adán trajo la muerte, la obediencia radical del segundo Adán, trajo la Resurrección y la vida.
Esto tiene que abrirnos un camino de esperanza a los que estamos padeciendo esta reclusión que nos desespera. Tomemos conciencia de que Jesús está en medio de nosotros para traernos una luz de esperanza en medio de las tinieblas de la pandemia, sobre todo a los contaminados a los que están graves y a los que han muerto. También hoy Jesús desciende para estar entre los muertos, para estar entre los que sufren, para compartir con nosotros la soledad, el aislamiento y el dolor y hacernos ver que somos seres para la vida y que desde estas dolorosas circunstancias que estamos experimentando en nuestra vida, caminamos hacia la Resurrección.
Otro factor importante de este sábado santo es contemplar la soledad de María. En muchos lugares de España al contemplar la imagen de la Dolorosa, se le llama “Virgen de la Soledad” y creo que es la advocación más propia para este día. María está sola, ha cumplido su misión en este mundo, su hijo ha muerto y la espada anunciada por el anciano Simeón le ha traspasado el alma. María está sola, desconcertada, pero sigue siendo la mujer de fe que, ante el enviado de Dios, respondió en fidelidad y en obediencia a la Palabra de Dios, ese “hágase en mí según tu Palabra” sigue vigente y por ello María, en su dolor no ha perdido la esperanza, quizá ella no lo pueda concretizar, pero el Espíritu de Dios que la hizo concebir en sus entrañas la Palabra eterna del Padre ha sembrado en su corazón inmaculado la semilla de la esperanza.
Por eso en este sábado santo, en nuestra reclusión, en nuestro dolor, vamos a volvernos a nuestra Madre, la Virgen de la Soledad y pidámosle que interceda por nosotros ante su Hijo para que sepamos que, a pesar de todo esto, no estamos solos, Jesús está entre nosotros y lo que es más importante, está con nosotros en nuestro dolor, en este tiempo de sequedad absoluta, en esta noche oscura del espíritu.
Que contemplando a nuestra Madre nos dejemos iluminar esta noche con la luz nueva de la Resurrección y que el triunfo de Cristo y, con Él, el de María, nos hagan esperar con confianza el final de nuestras tribulaciones.
Santa María, virgen de la Soledad, ruega por nosotros.
Santa María, virgen de la Esperanza, ruega por nosotros.